Torcello en Noviembre

La mañana es húmeda, pero no fría. Por fortuna, el invierno aun no se ha decidido a tomar posesión de la ciudad y me da la oportunidad de disfrutar de ella sin la incomodidad de ir envuelta en un sin fin de capas de abrigo. Eso sí, hoy tengo por compañera a la niebla quien, con sus dedos invisibles, poco a poco se encarga de ir difuminando los contornos de todo lo que me rodea para mostrarme, finalmente, una imagen de bosquejo.



Me encamino sin prisa hacia Fondamenta Nuove, lugar desde el que tienen salida los vaporetti que van en dirección a Burano. El número 12 es el mío y ya le veo acercarse a lo lejos. Subo a él previa validación de mi tarjeta de transporte y teniendo en cuenta que no soy veneciana, me resisto a entrar en la zona acristalada, quedándome en la cubierta para disfrutar de mi viaje sin pantallas artificiales. 

Arranca y lentamente vira para encaminarse hacia su destino, rozando por estribor la isla más silenciosa, San Michele, el cementerio de La Serenissima donde duermen algunos de los que fueran sus mejores amantes, Stravinsky, Brodsky...


Sigue su camino, manteniendo su compás pausado para ir acercándose, con sumo cuidado, a una isla de cristal, Murano. Una breve parada y de nuevo surcamos el agua divisando, por babor, la presencia de un "barco pirata" que muestra su arboladura cual esqueleto náutico.


El abordaje no se produce y nos deja seguir rumbo, divisando a lo lejos la isla de Mazzorbo donde se vislumbran las primeras casas de colores que, al igual que en Burano, sirven de guía a los navegantes.


Desciendo de la nave para saludarla de cerca y después de un paseo solitario, me alejo de ella a través de un puente de hilo, cuya hebra se anuda a una isla de encaje.



En el embarcadero de Burano ya me está esperando una pequeña embarcación de nombre 9 que va a ser la encargada de llevarme, a través de estas aguas tranquilas y por espacio de siete minutos, hasta la isla que tímidamente va tomando forma. Torcello.



Es una isla particular, casi mágica y solo dos somos los viajeros que descendemos de la nave decididos a recorrerla.

No se oye nada, salvo el roce del agua contra las paredes del canal que lentamente discurre a nuestro lado. Mi compañero de travesía parece tener prisa aunque, educadamente, encuentra tiempo para dar los buenos días al primero de los habitantes que nos da la bienvenida.



Me quedo a solas con este personaje tan simpático que, como buen anfitrión que es, hace los honores presentándome al resto de su familia. Algunos de ellos se acercan para conocerme, mientras otros, quizá por timidez, deciden decirme ¡hola! desde la puerta de sus casas. 



Hechas las presentaciones, les pregunto por su vida en esta isla y me cuentan que se sienten encantados pues, desde 1993 la Ley regional del Veneto nº 60 les protege frente a actos de crueldad, maltrato y abandono, penando a los infractores con multas e incluso reclusión. Una estupenda noticia que me hace sentir feliz. Me despido de ellos, es la hora de la su comida y también de la mía.

Pero antes de sentarme a la mesa, quiero contarte una historia que tiene como protagonista un puente, el del Diablo.



Al parecer, durante la ocupación austriaca del Veneto, allá por la primera mitad del siglo XIX, una joven veneciana se enamoró locamente de un oficial del ejercito de ocupación. La familia de ella no veía con buenos ojos su relación y una mañana... el cuerpo del joven fue encontrado apuñalado. La chica, rota de dolor, optó por ponerse en contacto con una bruja para pedirle ayuda. 

La bruja convocó al Diablo y éste se comprometió a traer del más allá al oficial, pero a cambio ella debía entregarle las almas de siete niños muertos prematuramente. Concertaron el sitio en el que se haría la entrega, el puente de Torcello y la fecha, el 24 de diciembre, aprovechando que las fuerzas del bien estaban ocupadas en otros quehaceres.

Allí se dieron cita. La joven desapareció con el oficial y el Diablo y la bruja se citaron para siete noches después, momento en que ella le haría entrega de lo acordado. 

Pero el encuentro nunca tuvo lugar, la bruja murió y desde entonces dicen que, cada 24 de diciembre, un gato negro se sienta sobre el puente a la espera de su recompensa.

Frente a él, una casa de paredes desconchadas me ayuda a ponerme en situación...¿quién se esconderá tras sus ventanas? 



¿Será que fuerzas malignas se mueven alrededor de este puente y por eso él ha salido distorsionado? quién sabe.

Con un cierto escalofrío sigo mi camino y llego a una pequeña placita donde se encuentra el lugar en el que voy a comer, la Locanda Cipriani.

Con suma amabilidad soy recibida y me acompañan a un salón acristalado desde el que tengo unas vistas insuperables. Un jardín precioso en la decadencia del otoño, donde un jardinero se afana por recoger las hojas caídas teniendo, como telón de fondo, la Catedral de Santa María Assunta.



En medio de la comida comienza a oscurecer y se escuchan a lo lejos los primeros truenos que anuncian la llegada de la tormenta. Al poco, la lluvia hace su aparición, obligando al jardinero a detener su labor y guarecerse, a la espera de que ésta decida abandonarnos siguiendo su rumbo hacia Venecia.

El sol asoma con timidez invitándome a salir, pero antes me despido de los camareros y de la pareja francesa que he tenido como acompañantes. Mi dirección es la pequeña plaza donde se alza la Catedral. Una plaza de pequeñas dimensiones donde los restos arqueológicos le sirven de decoración y en cuyos márgenes se levanta también la pequeña iglesia de Santa Fosca, con su contorno pentagonal.

Mi cámara de fotos se ha rebelado y ha decidido tomarse un descanso, de ahí que no pueda mostrarte imágenes de los exteriores de la plaza de la que te hablo aunque, pensándolo bien, mejor que no te muestre todo y deje algo por descubrir para tu visita.

Santa María Assunta es una joya, una rival de San Marcos en pequeñito que, cuando la veas, sabrás por qué lo digo. Hoy la subida al campanile no puedo hacerla, está en proceso de restauración, de ahí que me vea privada de disfrutar de unas vistas sobre la laguna que, según cuentan, son de ensueño. Pero no importa, como siempre digo, hay que dejarse algo para volver.

Empieza a anochecer y es el momento de ir pensando en la vuelta pero, antes, me asomo a ver la luna sobre el embarcadero. Mi cámara ha decidido volver a funcionar, aunque sigue cansada.


Retomo el camino de baldosas rojas con tristeza, aunque me alegro al descubrir, allí a lo lejos, al habitante peludo que ahora se despide deseándome buen viaje.









2 comentarios:

  1. Yo quiero perderme en sitios así.

    La palabra y la imagen se han unido en espesa niebla sobre mi piel ;)

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    Respuestas
    1. He tratado de plasmar en palabras e imágenes la sensación que tuve....pero es muy difícil. Al menos lo he intentado. :)

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