Castello. Venezia


El zumbido del despertador se va colando en sus sueños de manera insistente, rompiendo el silencio de la habitación. Una mano escondida bajo las sábanas sale perezosa de su letargo y, palpando la mesilla, logra alcanzarlo haciéndole enmudecer. 

Con cierta desgana se incorpora y tantea con los pies el frío suelo en busca de sus zapatillas. Esfuerzo vano, no están. Acaba de acordarse que olvidó meterlas en la maleta. Descalzo y con los ojos a medio abrir se encamina hacia el baño, con la esperanza de que la ducha le ayude a desprenderse de su sopor.

Se viste y se calza sus recién estrenadas botas de agua. En la recepción, la pantalla informa a los huéspedes sobre el tiempo que se espera para hoy y el temido aviso de acqua alta aparece plasmado. Su llegada, a las 21.20 h.

Camina lento. La falta de costumbre de andar con este calzado le hace sentirse torpe, incómodo, precisando de un esfuerzo extra para tirar de él cada vez que adelanta un pie. La sensación que tiene es igual a aquella que tenía de pequeño cuando, en el patio del colegio, al tratar de correr tras el balón la bota quedaba atrás y su pie salía libre a su encuentro.

A su paso, una paloma asustada emprende el vuelo hacia Santa María dei Miracoli la cual, fría de mármol, parece mantener la respiración ante el temor de traspasar sus estrechos límites terrenales. 



Una lluvia, casi imperceptible, comienza a mojar sus pensamientos mientras avanza por las calles vacías. En la Fondamenta delle Erbe, solamente están él y la pequeña madonna con su hijo que, en susurros, conversan resguardados bajo su paraguas bulboso.



Un poco más adelante, el Campo Santi Giovanni e Paolo se abre ante sus ojos. Es aquí donde rivalizando en belleza, dos magníficos edificios llenos de historia conforman un ángulo perfecto. Uno, dotado de magnificencia, suntuosidad y blancura. Otro, carente de grandilocuencia, pero perfecto en su simplicidad.  Son la Scuola Grande di San Marco y San Zanipolo.



Por fortuna hay poca gente, solo algún que otro turista que se sumerge en la basílica u observa, no sin recelo, la imagen de Bartolomeo Colleoni, il condottiero que con gesto adusto y mirar desafiante parece decirles: 

¿Cómo osáis disturbar mi paz?. !La plaza es mía!.


Al adentrase por Calle Lunga pasa delante de la ostería Al Mascaron, a esta hora temprana todavía cerrada, pero de la que ya emerge el aroma de sus guisos. Carta de presentación de este pequeño local muy frecuentado por él desde siempre. 

Va camino del Campo Santa Maria Formosa y al llegar, es consciente de que nada ha cambiado desde que Canaletto lo inmortalizara a comienzos del XVIII, a excepción, eso sí, de las mesas y sillas que hoy pueblan su suelo y que le convidan a sentarse ahora que la llovizna ha cesado. Es momento de café.

Mientras lo disfruta, su vista vuela hacia el campanile e inmediatamente le viene a la mente una obra de Ruskin, "Las piedras de Venecia" en la que dejó plasmada una apreciación sobre el singular altorrelieve que adorna la clave de su arco de entrada. Si mal no recuerda, decía algo así:

"Una gran cabeza inhumana y monstruosa de risa lasciva y bestial, demasiado repugnante para ser dibujada o descrita, o para ser mirada por un instante. Pero hazlo, porque en esta máscara está toda la degradación en la que Venecia ha caído"

Una apreciación quizás demasiado dura, pero no carente de verdad.


En su andar otro rostro le asalta. Pero en esta ocasión no infunden temor, sino casi ternura. Los inquilinos de un inmueble invitan a llamar a su puerta con una dosis de simpatía. 



Junto a Rialto, espera el vaporetto que le lleve hasta Giardini. El mercado bulle de sonidos y olores, mientras un ir y venir de compradores se mueven bajo sus soportales adquiriendo sus viandas.

A su lado el puente, impertérrito, soporta nuevamente su asalto diario. 


Tras la parada en San Marco, el vaporetto se libera de carga. Pocos son los viajeros que continúan viaje y es ahora, una vez despejado, cuando aprovecha para sentarse en su popa. Sin duda, el mejor lugar para hacerlo. 


Desciende y el impactante mare verticale de Fabrizio Plessi se alza desafiante hacia el cielo como reclamo de la Biennale de este año.



Hoy no la visitará, ya tendrá tiempo de hacerlo. Prefiere adentrarse por esas calles de casas modestas en las que se respira una vida cierta y donde ropa tendida, voces y aromas le dicen que, por ahora, aquí sigue viviendo gente. 




Acaba de dejar tras de sí la Calle delle Furlane y su nombre le pone sobre aviso de que debe adquirir unas zapatillas si no quiere seguir descalzo por su cuarto. Sí, unas furlane le vendrá que ni pintadas.

Accede al Ponte di Quintavalle y sus lamas, seniles y humedecidas, lanzan un quejido a su paso.



No se mueve, solo observa desde aquí la Isola di San Pietro, primer asentamiento de esta ciudad irreal. 



La hora de su cita se acerca. En Vía Garibaldi, los parroquianos comienzan a llenar los locales mientras él sigue adelante, camino del Campiello della Pescaria. Es ahí donde el restaurante Al Covo abrió sus puertas en 1987 y es en él donde ha quedado.

Con las cartas de Giada entre sus manos se aleja, dejando atrás al anciano que desde su atalaya le ve partir.
  







2 comentarios:

  1. Bellissimo racconto cara mia, quest'estate saró li e vedrò tutto quanto possono vedere miei occhi... senza riposo. baci. Nuria

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    1. Grazie mille Nuria. Sono contenta che ti sia piaciuto il mio racconto!

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